LAS TORMENTAS DE LA VIDA


¿Quién no ha tenido que experimentar la voracidad de una tormenta que lo arrastra todo, que intimida con su fuerza, que paraliza hasta al más valiente de los hombres?
Así son también las tormentas de la vida. Fuertes, arrasadoras, temerarias, sin un mínimo de consideración por nadie: hombre o mujer, ricos o pobres, blancos o de color.
Nadie logra escapar de ellas.
Y durante ese lapso de tiempo que quizás no sea extenso pero que se vivencia como el más  amplio que existe, creemos que lo perdemos todo, que ya nada importa, que la oscuridad nos envolverá por siempre.
Sin embargo, cuando finalmente la tempestad decide despedirse dejando atrás un sinnúmero de consecuencias que alarman y mortifican, sale el sol.
El cielo se manifiesta absolutamente despejado y la tranquilidad que se percibe sorprende hasta al más descuidado.
Asimismo nos pasa en la vida.
Las tormentas que experimentamos en nuestro existir igualmente sirven para purificar nuestra idea de la realidad, para obligarnos a empezar de nuevo o al menos a buscar alternativas distintas a las empleadas hasta el momento.
Una vez que se ha terminado de llorar, el alma siente la calma esperada y los ojos aprecian las cosas cotidianas con una claridad inexplicable.
Ahora se aprecia la luz del sol con un corazón agradecido.
Y es que las tormentas nos ayudan a valorar lo que tenemos, a crecer en el dolor de la pérdida, a sabernos fuertes en nuestras debilidades.
Ellas valen para reconocer que nuestra soberbia no lo puede todo, que la paciencia es un tesoro incalculable y que la oscuridad, si bien asusta, es pasajera.

Nadie está a salvo de las tormentas de la vida y es natural sentir temor ante ellas, no obstante debemos tener claro que no somos tan vulnerables como creemos; que la fe, la esperanza y el amor son nuestros mejores escudos protectores en los momentos difíciles de nuestra existencia.-




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